1. Preparativos
Hay un silencio luego de ver publicado el libro que ocupó el
pasado aún emocionalmente presente. Un silencio de personajes de espaldas. El
tiempo de aceptar que se están yendo, que ya no despertarán conmigo. Ese tiempo
de silencio es doloroso. Parece que no acabará pero un día ya no duele, ya es
silencio y sólo eso. Silencio y hambre de leer.
Nunca sé cuándo llegará el momento de escribir una nueva historia.
He aprendido a esperar, soy toda una experta en esperas. En el mientras tanto
escribo otra clase de textos y, sobre todo, me entrego a saciar mi hambre. Me
hace bien leer siguiendo el deseo, como un sabueso que sigue un rastro; leer
dejando que el asunto del libro se instale y la realidad se borronee mientras
leo; me hace bien que lo que leo cobre vida y coexista con los avatares
cotidianos de mis días.
La poeta argentina Claudia Masin
dice, en un libro aún inédito llamado Siesta, que
Las verdaderas historias están escritas con esa misma fuerza
loca y desmedida de la infancia: para resistir, y antes de ser escritas han
pasado por los huesos y por las venas y por cada fibra del organismo de un ser
vivo
¿Pero cómo
hacer para hallar esas historias? ¿Cómo, para encontrarlas en los libros? ¿Cómo,
para escribirlas?
No tengo
certezas, sólo un cúmulo de experiencias que me indican que esas historias
verdaderas a las que se refiere Masin se encuentran plenamente en momentos de la
vida que luego se recuerdan como mágicos. Mágicos porque ¿cómo es posible que
esa aparentemente inocua sucesión de letras de longitud y espacialidad variable,
fuera lo que nos dejó sin habla, nos dejó arrasados, nos abandonó al terminar y
aún extrañamos?
2.
Encontrarse en un sin-tiempo
En muchos
casos, disfrutar de la lectura es una característica que los chicos y las chicas
prefieren mantener en la intimidad. Según la familia y los compañeros de escuela
que nos hayan tocado en suerte ser lectores será causa de admiración, de
desprecio o de desdén. Cualquier comentario adulto al respecto abochorna. Por
eso, creo que transformarse en lector, en lectora, es conquistar un territorio
interior y exterior. Es tomar una decisión privada y sostenerla en nuestro
entorno familiar y social. Es renunciar por un tiempo determinado a las
propuestas sonorizadas, coloridas y luminosas que ofrece el aquí y ahora. Es un
“irse”, un “arrojarse”.
Para
cualquiera, a toda edad, el poder sustraerse a disfrutar de la lectura resulta
difícil. La realidad demanda y cela, nos quiere pendientes de ella. Porque leer
implica mucho más que leer, implica entregarse al poder de las palabras. Implica
un cambio sutil en nuestro modo de ver el mundo. A mi parecer, leer literatura
nos va haciendo cada vez más conscientes de que cada instante puede percibirse
de muchas maneras, que cada mirada es única, que escuchar al otro es
importante.
3. Volver a
sentir lo urgente
Nunca sé cuándo llegará el momento de escribir, decía. Aparece de
pronto en imperativo. Es como el hambre en los niños. Se transforma en la
sensación fisiológica dominante. Provoca llanto hondo negarla. Se impone. Me
duele el cuerpo si dejo de lado esos pensamientos. Hay que salir -o entrar- a
buscar. Ya. Respirar hondo y bucear. Ir hacia el punctum que definió
Barthes y redefinió Andruetto. Encontrar la mirada. Entrar en la
selva virgen. Sumergirse entre las olas. Atravesar los vientos. Escalar las
dunas calientes. Recorrer los bosques. Alojar los soles, el vacío, las noches,
lo desconocido. No he logrado, hasta la fecha, escribir ficción de un modo más
controlado.
Sé que partiré
y sé que volveré a mí luego de cada viaje. Acepto lo urgente y comienzo a
escribir en mi mente, me lleva meses pasar al papel. No sé cuánto tardaré. No sé
lo que sentiré. No sé hacia dónde me llevará la historia. A veces sé el final,
otras el principio. Veo escenas sueltas. No sé si el texto que genere derivará
en una forma publicable pero sé que cada vez regresaré siendo otra.
He sentido la
inquietud de perderme en mis propios pensamientos porque la realidad se percibe
como espejismo en ese estado, pierde su lógica de funcionamiento de las cosas,
pierde nitidez lo rotundo de la física. Gana sustancia lo que vivo dentro de mí.
Las emociones pasan a ser las de los personajes.
Leer
Escribir de Marguerite Duras
me ayudó a entender. Ella dice mucho en ese libro. Dice, por ejemplo, que
“hay una locura de escribir que existe en sí misma, una locura de escribir
furiosa, pero no se está loco debido a esa locura de escribir. Al
contrario.”
En este estado
no tengo espacio para pensar que habrá lectores, no identifico las fuentes de
origen de los personajes, las escenas, los escenarios. No puedo. Sólo estoy yo
persiguiendo algo que voy vislumbrando a medida que avanzo. Persigo pero, al
mismo tiempo, soy acechada. El estado es de alerta. Ya sea la adrenalina del
cazador; ya, la de la víctima. Todo lo demás, no se ve claro.
De cualquier
modo, para el afuera logro parecer una mujer medianamente normal, amable, que
lleva a los hijos a la escuela, mantiene cierto orden hogareño y lava los platos
cada noche. Me esfuerzo por complacer a la realidad. Cuando regreso, estoy
vacía. Blanca. Agotada. Lo único que puedo escribir en los meses posteriores es
divulgación científica. Hacer eso me sirve para acoplarme a lo real. La gravedad
existe. Las nubes son formas húmedas del vapor de agua. Soy un animal mamífero
de la especie Homo sapiens. La genética no lo es todo.
4. Eso que
escribí y aún late
Nunca me habían gustado los cuentos. No podía soportar todo ese
rollo de magos y hadas y “érase una vez” y “vivieron felices y comieron
perdices”. La vida no es así. Yo quería sangre, tripas y aventuras, así que eso
es lo que escribí.
dice el niño
salvaje de David
Almond. Eso es lo que escribí. ¿Y luego qué?
Me tomo un
tiempo para mirarlo, intervengo ya desde la lógica del mundo real, corrijo,
sopeso, pruebo, decido. Ya estoy en piso seguro, ya no hay tanto riesgo.
Disfruto muchísimo. ¿Luego?, ¿lo guardo?, ¿lo muestro a mis afectos para que
sepan por dónde anduve?, ¿acepto que sea puesto en valoración por otros?
De niña tuve la
oportunidad de contener entre las manos el aleteo de una mariposa. Una que no
tenía ni las alas rasgadas ni le faltaba una patita. Una de lo más fuerte y
saludable que se agitaba para salir del encierro oscuro en el que se encontraba.
Siento eso dentro de mí cuando tengo que tomar esa decisión. ¿Dejo que la
historia vuele? Es poco probable que vuelva a tenerla entre las manos latiendo
tan fuerte.
5. Los
lectores, esas criaturas adorables
En Retratos
de Carolina, la gran Lygia Bojunga me
refleja:
-¡Qué manía tienen todos ustedes de creer que los escritores
necesitan saber hasta el más mínimo detalle! ¿Desde cuando alguien sabe hasta el
más mínimo detalle de los demás?
A mí no me
gusta saberlo todo de los demás. Me gusta el silencio de lo íntimo, también en
la literatura. Muchos lectores jóvenes me han cuestionado que defienda esos
espacios privados de los personajes pero, personalmente, encontrarlos cuando leo
textos de otros me encanta. Y ese placer privado es el que, seguramente, hace
que si mis personajes me cierran la puerta de su habitación con llave, apoye la
espalda en la puerta y espere a que me abran.
Ante la
pregunta les digo a los lectores que me gusta así, me gusta que queden espacios
en blanco, emociones a completar. También les digo que en ellos está el poner de
sí y llenar los espacios con sus sensaciones, sus escenarios. Si yo poseo o no
la información que les falta ya no les debe importar. En lo que no está pueden
obrar libremente. Porque el libro ya voló de mí, ya se posó en ellos, ya lo miro
de lejos, rememorando cómo disfruté la siembra, sonriendo ante lo
inesperadamente rico de la cosecha.